3/8/10

Borges atrapado en el espejo

Lo que comenzó como una investigación y una tesina sobre mi escritor favorito en un curso de Literatura en la Universidad de Chile dirigido por el nonagenario profesor Paulus Stelinguis, mutó para convertirse –diríamos que por el orden natural de las cosas- en uno de los artículos que me han producido mayor satisfacción. Se trata de un ensayo sobre una peligrosa obsesión que llevó al gran Jorge Luis Borges a proyectarse al infinito en un juego de espejos y de falsas igualdades, de la que no pudo librarse ni aún después de su muerte.

Este artículo fue publicado en el cuerpo de reportajes de diario EL SUR el domingo 15 de enero de 2006, gracias a la visión y la confianza de mi querido amigo y por aquel entonces editor, Rafael López Faúndez.


Por Francisco Bañados Placencia

Cuando niño, Jorge Luis Borges tenía en su dormitorio un gran armario con un espejo, en el que se reflejaba su imagen desde la cama. Pocas cosas le resultaban más aterradoras al pequeño Jorge Luis que quedarse solo a la hora de dormir, enfrentado a su propio reflejo. Una amenaza latente que no se desvanecía del todo con la oscuridad y que continuaba acechándolo, escrutándolo en sus sueños. “Yo, de niño, temía que el espejo me mostrara otra cara o una ciega máscara impersonal que ocultaría algo sin duda atroz (...). Yo temo ahora que el espejo encierre el verdadero rostro de mi alma, lastimada de sombras y de culpas, el que Dios ve y acaso ven los otros”, revela el propio Borges en su poema “El Espejo”.

A juicio de la doctora en Letras Carmen Perilli, esta obsesión personal que arrastra desde la niñez evoluciona hasta convertirse en una metáfora interior del poeta, extendiendo su significado al ser humano, su génesis y su destino. “Los espejos se asocian a la noción de multiplicación de los individuos y de los objetos. Así, si bien la duplicación implica un nacimiento de formas, también encarna la irrealidad de la repetición, que es la muerte”, explica.

¿Habrá sido frente a ese armario donde Borges comenzó a cuestionarse qué era más real, si él mismo o su propio reflejo? ¿Fue acaso ese el tiempo cuando empezó a hermanar realidad con ficción, a confundirlas y fusionarlas a través de la estética del relato? Tal vez fue esa misma proyección de repeticiones, desconfiables por naturaleza, la que lo llevó a priorizar desde su más temprana obra literaria al objeto de la acción por sobre el sujeto.

En su narración, la prevalencia de lo narrado supera incluso a los personajes que ejecutan la acción o que, mejor dicho, son movidos por la acción. No importa el individuo, importa la historia que puede ser vivida por muchos hombres o por todos los hombres. En el cuento “Tema del traidor y del héroe”, un traidor es asesinado y hecho pasar por héroe por los mismos que lo asesinaron, todo bajo su consentimiento. El autor deja en claro que es la historia lo que trasciende, aún cuando esta historia sea falsa. Aquí queda en evidencia otro leif motiv de su obra: el corolario hegeliano de que lo que le pasa a un solo hombre, le pasa a la humanidad entera. Pero con Borges no sabremos hasta el final si ese hombre es real, si es un espejismo, o si es dueño de una identidad distinta a la que se le atribuyó al principio.

Personajes intercambiables

Así como Borges juega con la ficción y la realidad sometiendo al lector a una suerte de engaño, también somete a sus propios personajes a esta dinámica, en niveles más profundos de abstracción. En su visión nietzscheniana del eterno retorno, del tiempo circular, una misma historia la vivirán distintos hombres, o incluso todos los hombres. Así, resulta indiferente la identidad del personaje, por cuanto la identidad no es más que una mera ilusión. En “Los teólogos”, el ortodoxo Aureliano y el hereje Juan de Panonia resultan la misma persona ante los ojos de Dios; en “Historia del guerrero y la cautiva”, los siglos, el océano y los géneros no son suficientes para separar de su destino común a un bárbaro que se convierte a la civilización y a una niña inglesa que se transforma en salvaje: dos historias opuestas, pero idénticas.

Esta ilusión llega quizás a su punto más logrado en el cuento “El inmortal”, donde una vez alcanzada la inmortalidad, el legionario Marco Flaminio Rufo, el anticuario Joseph Cartaphilus y el mismísimo Homero se confunden en un solo personaje. Allí Borges reafirma su íntima convicción: lo que en definitiva perdura no son los hombres, sino las palabras: “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto”.

Pero el juego de Borges no se detiene en la repetición de un cierto número de historias idénticas en un universo finito. También abarca ilusiones de realidad, en que los personajes no tienen la certeza de su propia existencia. En él se distingue claramente la influencia del idealismo de Berkeley, que postula que el mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben: “El hombre y su mundo son a la vez lo más real y lo más irreal”.

La doctora en Literatura de la Universidad de Buenos Aires, Ana María Barrenechea, consigna cómo en “Las ruinas circulares” Borges dramatiza la empresa de crear un ser con la materia elusiva de los sueños, donde al final se revierte trágicamente sobre el soñador la fantasmagoría de lo soñado: “Luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, estos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.

El hombre real puede crear a un ser imaginario. ¿Pero ese hombre real puede estar seguro de no ser también un ente imaginario? Los espejos de Borges empiezan así a enfrentarse, y a proyectarse hacia el infinito.

Borges al cubo

Durante el siglo XX se tendió a superar el antiguo paradigma literario que confundía al narrador del relato con el autor. Roland Barthes llegó a proclamar la “muerte del autor”, postulando que la escritura es “la destrucción” de toda voz, de todo origen: “Ese lugar neutro donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe; la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte: comienza la escritura”.

En la obra de Borges podría decirse que se da una suerte de cohabitación, donde conviven en relativa armonía el Borges-personaje, el Borges-hablante lírico y el Borges-autor (el inteligible, el más real, pero tal vez el más opaco). Una obra clave para entender esta derrota a la muerte barthesiana es “Borges y yo”: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas (…); de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico (…). Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndolo todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)”.

En este relato, Borges distingue con meridiana claridad entre el Borges-narrador y el Borges real. El primero es el que escribe, el que se manifiesta a través del hablante lírico, dueño de ese estilo, esa cadencia y esa voz tan característica en el narrador argentino; pero también se presenta a través del Borges-personaje público, el que da las entrevistas, el de las conferencias. Se trata de un Borges real, pero también ficticio. Es el Borges-concepto, el Borges-imagen, el Borges-proyección platónica. El otro Borges también es real: el Borges de carne y hueso, el interior que sólo él conoce, el que los porteños divisan tomando té en un café de San Telmo, y el Borges que contempla con cierta indiferencia el éxito del otro.

Claro que tampoco podemos estar completamente seguros de que estos Borges sean reales. Sabemos que el lenguaje es una ficción que funciona como una herramienta limitada para expresar la realidad de modo figural, imaginativo y retórico. ¿Cómo probar entonces, a través de un ejercicio de ficción, las existencias propuestas en él? Aunque no exista respuesta para esta interrogante, “Borges y yo” resulta revelador, en el sentido de que el mismo autor deja planteada la duda: “No sé cual de los dos escribe esta página”.

La venganza del espejo

En el cuento “El otro”, se cruzan el Borges viejo de 1969 y el joven de 1918. Conversan, se analizan, debaten, se descreen, entablan una conversación inconducente, porfían en sus diferencias (“…comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo”).

Pero no son los únicos Borges que intervienen en el relato. También lo hace el Borges narrador, que cuenta la historia tres años más tarde desde la perspectiva de quién la quiere olvidar, y el Borges “supra-narrador” (o narrador-dios) que se ríe de los tres anteriores, haciendo que el billete que entrega el Borges-viejo al Borges-joven lleve la doblemente imposible fecha de 1974 (los dólares no llevan fecha de emisión y se supone que la historia transcurre en 1969 y se cuenta en 1972). ¿Habrá otro Borges por sobre éste? De seguro el Borges-autor. Y quizás por sobre éste se empine también el Borges casi desconocido que se menciona en “Borges y yo”, el de carne y hueso, que se protege detrás de la imagen del escritor.

Volvemos así al punto de partida en el que Borges se superpone a sí mismo hasta el infinito, en un juego de espejos y falsas igualdades. Ni siquiera el mismo Borges es inmune a su juego ambivalente de ficción-realidad, pues en cada inclusión va quedando atrapado por un relato que termina por superarlo, de la misma forma en que supera a sus personajes. Si no lo cree, ponga atención a esto: los espejos siguieron persiguiéndolo incluso después de su muerte, jugándole una última broma borgeana. El poema “Instantes”, conocido en todo el mundo gracias a un popular afiche en el que aparece el rostro de Borges serigrafiado, y en el que un anciano poeta relata los errores que no cometería si pudiera vivir de nuevo, ha sido por años equívocamente atribuido al escritor argentino. No deja de ser irónico que aquellas palabras por las que muchos lo reconocen, no hayan sido jamás escritas por Borges. Un reflejo perfecto de un destino prefigurado por él en “El Inmortal”: “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”.

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