17/11/12

A 462 años de nacer, Concepción sigue siendo una promesa

Por Francisco Bañados Placencia

Ni en sus peores pesadillas pudo imaginar Pedro de Valdivia cuántas dificultades daría a los españoles la ciudad que acabada de fundar. En los siguientes 462 años, Concepción -llamada así en honor a la Virgen de la Inmaculada Concepción- sería destruida, reconstruida y vuelta a destruir en innumerables oportunidades, no sólo por la mano del hombre, sino también por la irresistible fuerza de la naturaleza, que cada cierto tiempo se encargaría de sacudir la zona con terremotos, tsunamis, inundaciones y otras grandes calamidades. 

Pero don Pedro, que no era adivino, esa mañana del 5 de octubre de 1550 sólo podía ver un futuro promisorio. No podemos decir que se equivocara. Sus cartas al rey Carlos V, son un valiosísimo testimonio que da cuenta de la profunda impresión que le provocó esta zona donde los bosques y los ríos se encuentran con el mar: “Yo fui a mirar (…) legua y media atrás del río grande que digo de Bío-Bío: en el puerto y bahía, el mejor que hay en Indias; y un río grande por cabo que entra en el mar, de la mejor pesquería del mundo, de mucha sardina, céfalos, tuninas, merluzas, lampreas, lenguados y otros mil géneros de pescados, y por la otra, otro riachuelo pequeño, que corre todo el año, de muy delgada y clara agua”. 


Por medio de un vívido –y a ratos exagerado- relato en que cuenta sobre la abundancia del ganado, los ricos lavaderos de oro, las tierras llanas, las costas apacibles, la madera abundante y la belleza del paisaje, el conquistador intenta impresionar al monarca más poderoso del planeta. No hay animales salvajes, “raposas, lobos y otras sabandijas” que puedan estropear la conquista, le refiere, con el fin de que le conceda al nuevo asentamiento el reconocimiento de ciudad. 

462 años han pasado desde entonces y el Gran Concepción, con sus atrasos, postergaciones y calamidades, sigue siendo una promesa. Si hoy Valdivia pudiera escribirle una nueva carta al Rey, sin duda le contaría cómo ha crecido nuestra ciudad, cómo se han multiplicado las inversiones; cómo han surgido nuevas empresas y emprendimientos; cómo los gigantes del retail luchan a muerte por ganar la atención de los penquistas; cómo se construyen a gran velocidad nuevos barrios y altos edificios.

Se detendría en las universidades, la vida académica y daría halagueños pasajes al magnífico campus de la UdeC. Diría que la gente no demora mucho de sus casas al trabajo, que no hay graves problemas de delincuencia y que la lluvia es copiosa, pero no lo suficiente para detener la recreación, el deporte y la cultura.

Diría que Concepción tiene carencias, pero que éstas se compensan cada atardecer, cuando el sol se pone en dirección al mar y el río se ilumina, acompañado por esas gruesas nubes blancas que tan bien combinan con el intenso celeste de nuestro cielo.

Confesaría que si bien nuestra ciudad no es rica en patrimonio arquitectónico, sí es dueña de una herencia intangible muy potente: la de una urbe que a pesar de haber sido destruida en innumerables ocasiones por la mano del hombre y de la naturaleza, siempre ha sabido levantarse con dignidad. 


Diría finalmente que existe una simbiosis entre nuestra tierra y su gente, el espíritu indomable de los mapuche originarios y la porfía de los colonos españoles que a pesar de tanto infortunio, nunca abandonaron Concepción.


Y si don Pedro nos leyera en voz alta su nueva carta, tal vez diríamos que exagera, pero que no miente.

7/1/12

¿Por qué permanecemos en la provincia? (M.Heidegger)



HEIDEGGER, Martin. ¿Por qué permanecemos en la provincia?, en Revista Eco, Bogota, Colombia, Tomo VI, 5 , marzo 1963. Traducción de Jorge Rodríguez.





Este artículo de Heidegger, casi totalmente olvidado aun en Alemania, apareció en 1934 en una obscura hoja periodística de provincia, y desde entonces no se había vuelto a publicar. Ahora lo ha recogido Guido Schneeberger en su libro Nachlese zu Heidegger, de donde hemos tomado el texto. En 1933 se le ofreció a Heidegger por segunda vez una cátedra en la Universidad de Berlín. El filósofo decidió rechazar el ofrecimiento y quedarse en su pequeña Friburgo, es decir, en la provincia. Para justificar tal decisión escribió el artículo cuya traducción ofrecemos aquí. (N. de la R.)





En una abrupta cuesta de un amplio y alto valle de la Selva Negra se levanta un pequeño refugio de esquiadores a 1.150 m. de altura sobre el nivel del mar. Su planta mide de 6 a 7 m. El bajo techo recubre tres cuartos: la cocina, el dormitorio y un gabinete de estudio. En el estrecho fondo del valle y en la ladera opuesta, igualmente abrupta, yacen dispersos los cortijos de los campesinos, ampliamente emplazados, con el gran techo que pende sobre ellos. Cuesta arriba se extienden las praderas y las dehesas hasta el bosque con sus viejos, enhiestos y oscuros abetos. Todo lo domina un claro cielo soleado en cuyo resplandeciente espacio dos azores se elevan trazando círculos.


Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta.

Y el trabajo filosófico no transcurre cual la apartada ocupación de un extravagante, sino que tiene una íntima relación con el trabajo de los campesinos. Mi trabajo se asemeja al del joven campesino cuando sube la pendiente remolcando el trineo de montaña y luego, una vez bien cargado con leños de aya, lo dirige a su cortijo en peligroso descenso; al del pastor cuando con su andar lentamente meditabundo arrea su ganado pendiente arriba; al del campesino cuando en su cuarto dispone en forma adecuada las innumerables tablillas para su techo. Allí arraiga su inmediata pertenencia a los campesinos.

El hombre de la ciudad piensa que “se mezcla con el pueblo” tan pronto condesciende a entablar una larga conversación con un campesino. Por las tardes, cuando durante la pausa del trabajo me siento con los campesinos en torno de la estufa o en la mesa junto del rincón donde está la imagen del Señor, casi nunca hablamos. En silencio fumamos nuestras pipas. Entretanto quizá cruza una palabra. Que el trabajo se termina en el bosque, que en la noche anterior se metió una marta en el gallinero, que posiblemente mañana una vaca parirá, que el campesino Oehmi ha tenido un ataque, que el tiempo pronto “se muda”. La íntima pertenencia del propio trabajo a la Selva Negra y sus moradores viene de un centenario arraigo suabo-alemán a la tierra que nada puede reemplazar.

Al hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se dice, a lo más lo “estimula”. Pero la totalidad de mi trabajo está sostenida y guiada por el mundo de estas montañas y sus campesinos. Ahora, mi trabajo allá arriba se ve interrumpido a menudo por largo tiempo debido a gestiones, viajes para dictar conferencias, discusiones y la actividad docente aquí abajo. Pero tan pronto retorno arriba se aglomera, ya desde las primeras horas de estadía en el albergue, todo el mundo de las antiguas preguntas y, por cierto, en el mismo cuño con que las dejé. Sencillamente soy trasladado al ritmo propio del trabajo y, en el fondo, no domino en ningún caso su ley oculta. Los hombres de la ciudad se maravillan a menudo de este largo y monótono quedarse solo entre los campesinos y las montañas. Sin  embargo, esto no es ningún mero quedarse solo; pero sí soledad. En verdad en las grandes ciudades el hombre puede quedarse solo como apenas le es posible en cualquier otra parte. Pero allí nunca puede estar a solas. Pues la auténtica soledad tiene la fuerza primigenia que no nos aísla, sino que arroja la existencia humana total en la extensa vecindad de todas las cosas.

Es posible convertirse fuera en una “celebridad” en un santiamén mediante los periódicos y revistas. Este es siempre, por cierto, el camino más seguro por el que el querer más auténtico sucumbe al malentendido y llega al olvido profunda y rápidamente.

Por el contrario, la memoria campesina tiene su fidelidad sencilla, segura e incesable. Hace poco le llegó la hora de la muerte a una campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a menudo y de buena gana, y me enseñaba viejas historias del pueblo. En su lenguaje enérgico y lleno de imágenes conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas sentencias que habían llegado a ser ininteligibles para los actuales jóvenes del pueblo y, así, han desaparecido del lenguaje vivo. Todavía en el año pasado, cuando yo vivía solo semanas enteras en el refugio, esta campesina, con sus 83 años, subía a menudo la abrupta cuesta que conduce a él. Quería ver, como decía, si yo todavía estaba allí y si no me había robado de improviso “algún duende”. La noche que murió la pasó conversando con sus parientes y, hora y media antes de su fin, envió todavía un saludo al “señor profesor”. Tal recuerdo vale incomparablemente más que el más hábil “reportaje” de un periódico de circulación mundial sobre mí pretendida filosofía.

El mundo de la ciudad está en peligro de sucumbir a una falsa creencia corruptora. Una impertinencia muy ruidosa y muy activa y muy delicada parece, a menudo, preocuparse por el mundo y la existencia del campesino. Pero con ello se niega precisamente lo que ahora sólo hace falta: mantener la distancia de la existencia campesina; abandonarla -ahora más que nunca- a su propia ley; ¡fuera las manos!; para no arrastrarla en una falsa habladuría de literatos sobre lo popular y amor a la tierra. El campesino ni quiere ni necesita en ningún caso esta exagerada amabilidad ciudadana. Lo que ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto a su propio ser y a su independencia. Pero muchos de los procedentes de la gran ciudad y de los transeúntes -y no en último término los esquiadores- se comportan a menudo en el pueblo o en la casa del campesino como si se “divirtieran” en sus salones de recreo de la gran ciudad. Tal ajetreo destruye en una noche más de lo que puede fomentar jamás un adecenamiento científico de varios decenios sobre lo popular y las costumbres y usos del pueblo.Este es mi mundo de trabajo visto con los ojos mirones del huésped o del veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el paisaje. Siento su transformación continua, de día y de noche, en el gran ir y venir de las estaciones. La pesadez de la montaña y la dureza de la roca primitiva, el contenido crecer de los abetos, la gala luminosa y sencilla de los prados florecientes, el murmullo del arroyo de la montaña en la vasta noche del otoño, la austera sencillez de los llanos totalmente recubiertos de nieve, todo esto se apiña y se agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria. Y, nuevamente, esto no ocurre en los instantes deseados de una sumersión gozosa o de una compenetración artificial, sino, solamente, cuando la propia existencia se encuentra en su trabajo. Sólo el trabajo abre el ámbito de la realidad de la montaña. La marcha del trabajo permanece hundida en el acontecer del paisaje.


Dejemos toda intimación condescendiente y todo falso culto de lo popular; aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella existencia sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá volver a decir algo.

Hace poco recibí la segunda llamada a la Universidad de Berlín. En una ocasión semejante me retiro de la ciudad a mi refugio. Escucho lo que dicen las montañas, los bosques y los cortijos. En esto vengo a donde mi viejo amigo, un campesino de 73 años. En los periódicos ha leído sobre el llamado a Berlín. ¿Qué irá a decir? Lentamente desliza la segura mirada de sus claros ojos en los míos, mantiene los labios fuertemente apretados, me coloca su mano fielmente circunspecta sobre el hombro y sacude su cabeza en forma apenas perceptible. Esto quiere decir: ¡irrevocablemente no!