27/7/15

Borges atrapado en el espejo de sus palabras

El genial bibliotecario ciego se valió de las palabras para construir laberintos narrativos, para guiar y al mismo tiempo perder al lector en galerías de amenazantes espejos, de las que en ocasiones ni siquiera el propio autor puede escapar. 

Por Francisco Bañados Placencia

Cuando niño, Jorge Luis Borges tenía en su dormitorio un gran armario con un espejo, en el que se reflejaba su imagen desde la cama. Pocas cosas le resultaban más aterradoras que quedarse solo a la hora de dormir, enfrentado a su propio reflejo. Una amenaza latente que no se desvanecía del todo con la oscuridad y que continuaba acechándolo, escrutándolo en sus sueños.
“Yo, de niño, temía que el espejo me mostrara otra cara o una ciega máscara impersonal que ocultaría algo sin duda atroz (...). Yo temo ahora que el espejo encierre el verdadero rostro de mi alma, lastimada de sombras y de culpas, el que Dios ve y acaso ven los otros”, revela el propio Borges en su poema El Espejo.
A juicio de la doctora en Letras Carmen Perilli, esta obsesión personal que arrastra desde la niñez evoluciona hasta convertirse en una metáfora interior del poeta, extendiendo su significado al ser humano, su génesis y su destino. “Los espejos se asocian a la noción de multiplicación de los individuos y de los objetos. Así, si bien la duplicación implica un nacimiento de formas, también encarna la irrealidad de la repetición, que es la muerte”, explica.
¿Habrá sido frente a ese armario donde Borges comenzó a cuestionarse qué era más real, si él mismo o su propio reflejo? ¿Fue acaso ese el tiempo cuando empezó a hermanar realidad con ficción, a confundirlas y fusionarlas a través de la estética del relato? Tal vez fue esa misma proyección de repeticiones, desconfiables por naturaleza, la que lo llevó a priorizar desde su más temprana obra literaria al objeto de la acción por sobre el sujeto.
En este artículo intentaremos comprender el valor que, a través de su obra, Jorge Luis Borges le confiere a la palabra, con independencia del autor, del narrador, del sujeto que ejecuta la acción e incluso del lector. Palabra que, confrontada a sí misma y sus múltiples significados, guía y a la vez confunde en un laberinto de amenazantes espejos en el que, como veremos más adelante, no siempre es posible encontrar una salida.

Falsas igualdades
En la obra de Borges realizar este distingo puede resultar una hazaña, pues en su caso muchas veces ni siquiera es fácil distinguir el género ante el cual se está en presencia, por tratarse de un autor que conscientemente se aprovecha de las nebulosas fronteras del ensayo, el cuento e incluso el poema.
En su vasta bibliografía abundan ejemplos de poemas que esconden ensayos o de ensayos escritos bajo la apariencia de un poema. No pocas veces sus cuentos se entrelazan con consideraciones ensayísticas filosóficas; otras tantas, sus ensayos se nutren de la ficción o, al menos, de una falta de rigurosidad quizás premeditada.
Ana María Barrenechea afirma que existe en Borges “la conciencia del escritor que conoce el poder de lo literario, muchas veces más expresivo que la referencia a lo real”, así como “el gusto de mezclar el plano de la vida y de la ficción en un doble juego que vitaliza la ficción y desrealiza a los seres humanos”.
En Nueva refutación del tiempo, Borges traza un relato ensayístico con apariencia de demostración filosófica y no de ficción. Lo interesante de este ensayo es que en él entremezcla personajes y hechos literarios: Huckleberry Finn y el sueño de Chiang Tzu son presentados como reales, y puestos en el mismo plano experiencial que los lectores, hombres de carne y hueso.
En ocasiones, la mezcla es más sutil, menos perceptible para el lector, y tiende directamente al engaño. En Tres versiones de Judas, Borges construye un ensayo sobre las investigaciones de Nils Runeberg, un teólogo de principios del siglo XX.
En La secta de los 30 desarrolla el mismo tema a través de un manuscrito apócrifo medieval. Tanto el teólogo como el manuscrito son entes ficticios; los razonamientos, en cambio, perfectamente válidos.
Barrenechea observa que en esta mezcla continua de seres históricos y ficticios, de autores verdaderos y apócrifos, no puede descartarse en Borges el placer por el juego en sí mismo. “Un goce algo infantil en burlarse del lector y aún del lector erudito, con la invención de citas apócrifas o deformadas”, comenta .
¿Qué persigue el autor con este juego de mentiras verdaderas? Aún cuando Borges solía eludir este tipo de preguntas, no es difícil entender su motivación: dejar en claro el manifiesto predominio del ejercicio narrativo, de la historia contada por sobre lo estrictamente real o verdadero.
La respuesta parece estar esbozada en Tema del traidor y del héroe, cuento en que un traidor es asesinado y hecho pasar por héroe por los mismos que lo asesinaron; todo bajo su propio consentimiento. El autor deja en claro que es la historia lo que trasciende, aún cuando esta historia sea falsa.
Borges reconoce con frecuencia influencias del idealismo de Berkeley, para quien el mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben. Y es que, como postula Carmen Perilli, “el hombre y su mundo son a la vez lo más real y lo más irreal” .
Borges, efectivamente, no deja que la verdad le arruine una buena historia, como podemos observar en Historia Universal de la Infamia. Allí urde motivos y entreteje intrigas a partir de personajes y hechos estrictamente reales, llenando con la ficción, todos los vacíos (numerosos) que la escasa información dura no le permitió llenar.
Y es que en Borges lo que vale es la construcción teórico-imaginaria, el valor del razonamiento en sí, y –quizás lo más importante— el mero acto de fruición estética que ofrece la lectura. Una satisfacción que el lector -voluntariamente crédulo y gustoso de dejarse engañar- termina por agradecer.

Tiempo circular
En su visión nietzscheniana del eterno retorno, del tiempo circular, una misma historia la vivirán distintos hombres o incluso todos los hombres. En Los teólogos, el ortodoxo Aureliano y el hereje Juan de Panonia resultan ser la misma persona ante los ojos de Dios. En Historia del guerrero y la cautiva, los siglos, el océano y los géneros no son suficientes para separar de su destino común  a un bárbaro que se convierte a la civilización y a una niña inglesa que se transforma en salvaje: dos historias opuestas, pero idénticas. Así, resulta indiferente la identidad del personaje, por cuanto la identidad no es más que una mera ilusión.
Esta ilusión llega quizás a su punto más logrado en El inmortal, cuento en que, una vez alcanzada la inmortalidad, el legionario Marco Flaminio Rufo, el anticuario Joseph Cartaphilus y Homero, el poeta fundacional, se confunden en un solo personaje, que recién se revela al final del relato. Allí Borges reafirma su íntima convicción: lo que en definitiva perdura no son los hombres, sino las palabras.

Ilusión de realidad
La idea borgeana de que todos los relatos del mundo pueden reducirse a cuatro historias –el sitio de una ciudad, el regreso al país natal, la búsqueda y la crucifixión de un dios—, vuelve a hacerse presente en El evangelio según Marcos.
Aquí Borges plantea otro tipo de intercambio de identidad: Baltasar Espinosa, un estudiante de medicina, es confundido con Cristo por unos rústicos campesinos analfabetos mientras les lee en voz alta el Evangelio de Marcos. Sus palabras son mal interpretadas, se produce la confusión de identidades y finalmente se le crucifica.
Mario Rodríguez, doctor en Literatura de la Universidad de Concepción, sostiene que si bien Espinosa no es Cristo, al momento de compartir su destino acepta el martirologio y tras la máscara de error y falsedad —consciente o inconscientemente— participa de una realidad sublime, superando la finitud constitutiva del hombre.
Desde la perspectiva borgeana podría llegarse fácilmente a la conclusión de que Espinosa es Cristo (lo es al menos para los que lo crucificaron), en forma análoga a como el ficticio Nils Runeberg le confiere a Judas la secreta condición del hijo de Dios.
Pero el juego de Borges no se detiene en la repetición de un cierto número de historias idénticas en un universo finito. También abarca ilusiones de realidad, en que los personajes no tienen la certeza de su propia existencia. Ana María Barrenechea consigna cómo Borges en el cuento Las ruinas circulares dramatiza la empresa de crear un ser con la materia elusiva de los sueños, donde al final se revierte trágicamente sobre el soñador la fantasmagoría de lo soñado: “En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. (...) Comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.
El hombre real puede crear a un ser imaginario. ¿Pero ese hombre real puede estar seguro de no ser también un ente imaginario? Los espejos de Borges empiezan así a enfrentarse y a proyectarse hacia el infinito.

Borges al cubo
A diferencia de Roland Barthes y su proclama de “la muerte del autor”, en la obra de Borges se da más bien una suerte de cohabitación, en la que conviven en relativa armonía el Borges-personaje; el Borges-hablante lírico y el Borges-autor. Una obra clave para entender esta derrota a la muerte barthesiana y que grafica las diferencias entre los distintos Borges es “Borges y yo”, un breve relato escrito como prosa poética ensayística (un verdadero minotauro estilístico):  
“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. (...) De Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. (...) Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro”.
En este relato, Borges distingue con meridiana claridad el Borges-narrador y el Borges real. El primero es el que está atrapado en lo que él mismo escribe, y el que sus lectores creen conocer o reconocer. El segundo, el personaje público, se presenta con una apariencia de realidad, pero de inmediato Borges cuestiona su naturaleza, pues devela que también es una construcción, un concepto, una imagen.
El único Borges “real” sería entonces aquel cuya realidad parece condicionada a la necesidad de una constante fuga. Pero esta huida es del todo inútil, pues el personaje paulatinamente se va apoderando de todo lo que alguna vez fue suyo. Claro que tampoco podemos estar completamente seguros de que ese Borges sea real. Si el lenguaje es una ficción que funciona como una herramienta limitada para expresar la realidad de modo figural, imaginativo y retórico, ¿cómo probar a través de un ejercicio de ficción, las existencias propuestas en él?  
Aunque no exista respuesta para esta interrogante, Borges y yo resulta revelador, en el sentido de que el mismo autor deja planteada la duda con un epílogo brillante: “No sé cual de los dos escribe esta página”.
La cita obligada para este tercer parámetro es el cuento El otro, en el que se cruzan el Borges viejo de 1969 y el joven de 1918. Conversan, se analizan, debaten, se descreen, entablan una conversación inconducente, porfían en sus diferencias (“…comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo”).
El tema del doble es una obsesión en Borges. Lo aplica con frecuencia a sus personajes y se somete él mismo a esta dualidad. Y también lo utiliza a la hora de analizar a otros autores, como en el caso de su ensayo El otro Walt Whitman.
¿De donde nace esta obsesión de Borges por los dobles? A juicio de Carmen Perilli, podría surgir de su ya citada experiencia traumática con los espejos durante su niñez El espejo, al igual que el doble, es un recurso con el que introduce el temor a lo desconocido, la incertidumbre, la falta de certeza: esa ambigüedad que Borges maneja a la perfección para lograr sus clímax de tensión estética.

Palabras desplazadas
Analizando la siempre aleatoria mezcla de ficción y de realidad del que se sirve Borges en sus ensayos, cuentos y poemas, podemos concluir que el escritor argentino realiza esta alternancia en capas distintas, en distintos grados de abstracción. Así, en un plano superficial se puede observar su lúdico uso de citas falsas, autores inexistentes entremezclados con verdaderos, e incluso hechos reales concatenados a otros ficticios.
Como hemos visto, la utilización de estos recursos, lejos de alejar a los lectores por una supuesta violación a los pactos tácitos de veridicción y de suspensión de incredibilidad, ayudan a configurar una atmósfera donde la ambigüedad, la incertidumbre, los reflejos equívocos y la construcción laberíntica son una constante. Es otras palabras, aceptando su postulado de que lo literario es muchas veces más expresivo que la referencia a lo real, se le entrega carta blanca para mentir incluso en el campo de la aparente “no ficción”, en pos de una satisfacción estética y a una lógica (casi siempre) impecable.
En un plano más profundo podemos decir que la prevalencia de lo narrado supera incluso a los personajes que ejecutan la acción o que, mejor dicho, son movidos por la acción. No importa el individuo, importa la historia que vive el individuo y que puede ser vivida por muchos hombres o por todos los hombres. Aquí queda en evidencia otro tema reiterativo en la obra de Borges: el corolario hegeliano de que lo que le pasa a un solo hombre le pasa a la humanidad entera. Con Borges no sabremos hasta el final si el personaje es real, si es un espejismo, o si es dueño de una identidad distinta a la que se le atribuyó al principio.
Volvemos así al punto de partida en el que el autor se superpone a sí mismo hasta el infinito en un juego de espejos y falsas igualdades. Ni siquiera el mismo Borges es inmune a su juego ambivalente de ficción-realidad, pues en cada inclusión va quedando atrapado por un relato que termina por superarlo, de la misma forma en que supera a sus personajes.
La paradoja de los espejos siguió persiguiéndolo incluso después de su muerte, jugándole una última broma borgeana. El poema Instantes, conocido en todo el mundo gracias a un popular afiche con una xilografía del rostro de Borges, en el que un anciano poeta relata los errores que no cometería si pudiera vivir de nuevo, ha sido por años equívocamente atribuido al escritor argentino.
No deja de ser irónico que aquellas palabras por las que muchos creen reconocer a Borges, no hayan sido jamás escritas por él. Un reflejo perfecto de un destino prefigurado en El Inmortal: “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”.


Artículo publicado en Diario Concepción el 26 de julio de 2015. www.diarioconcepcion.cl

14/7/15

Los principios de Marx (Groucho Marx)

No fue uno de los grandes pensadores del siglo XX, como Roland Barthes, Michel Foucault o Jacques Derrida, el que describió de manera más asertiva esa compleja relación entre los planos del “deber ser” y el “ser” en las decisiones políticas. El responsable fue Marx. Pero no el Marx que se imagina. En cualquier caso, no fue un Marx barbudo, sino uno sospechosamente bigotudo. Me refiero al gran Groucho Marx, actor neoyorkino de origen judío, vividor, lascivo y estrafalario, que con una propuesta a medio camino entre Charles Chaplin y Woody Allen, marcó un antes y un después en la comedia norteamericana. Talentoso libretista, en sus 11 películas acuñó centenares de frases ingeniosas que desnudaban, desde el humor, el lado más vergonzante del sueño americano.
En medio de su impresionante producción de adagios del absurdo popular, algunas de sus frases se elevan como grandes verdades, de esas verdades incómodas que pocos se atreven a confesar. Y entre ellas, hay una en particular que nos revela, con epifánica claridad, la clave para entender la corriente filosófica del "carerrajismo", tan extendida hoy en día entre nuestros políticos y gobernantes:

“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.

Tal vez sin pretenderlo, su intervención describe, con prodigioso cinismo, ese camino zigzagueante que separa los programas y manifiestos de la “realpolitik". Si bien por regla general son muy pocos los políticos que se atreverían a encarnar la máxima de Marx (Groucho Marx) sin un mínimo de rubor en las mejillas, es muy frecuente que en la práctica deban retroceder posiciones frente a sus promesas. A veces -casi siempre- guardando conveniente silencio, y de vez en cuando, asumiendo cierto margen de “error de cálculo” o de cambios de escenario imprevisibles que desembocan en vistosas volteretas, dignas de medalla en algún evento olímpico. En definitiva, resulta claro que nuestro bigotudo comediante es uno de los padres de las ciencias políticas posmodernas, y como tal debiera ser estudiado en todas y cada una de las escuelas de gobierno. Ya es tiempo de reconocerle su influencia, pues tal vez tenga más discípulos en el siglo XXI que los que su propio tío barbudo arrastró en el XX.