26/8/13

El boom de la Nueva Novela y su aporte a la identidad de Latinoamérica


Corría el año 1856 cuando Francisco de Bilbao utilizó por primera vez, en una conferencia en París, el concepto América Latina. Con él buscaba una fórmula para englobar la realidad común de Sudamérica, Centroamérica y México.Difícilmente este intelectual chileno pudo prever el impacto que tendría la palabra compuesta que acababa de acuñar; cuántos versos se escribirían, cuántas batallas se librarían y cuánta sangre se derramaría en el nombre de la omnipresente, pero a la vez esquiva e inasible América Latina.

Tuvieron que pasar más de 100 años para que el concepto se asimilara plenamente a la realidad de un continente convulsionado. La Guerra Fría sirvió de marco ideal para que un grupo de talentosos escritores hiciera un aporte decisivo a los pilares de la  identidad  de Latinoamérica. Autores como el colombiano Gabriel García Márquez, el argentino Julio Cortázar,  el peruano Mario Vargas Llosa, el mexicano Carlos Fuentes y el chileno José Donoso dieron vida al boom de la “Nueva Novela”. Sin embargo, el fenómeno editorial que generó y  la masa crítica de lectores que le dio dinamismo, sólo fue posible en virtud de una serie de factores concatenados que permitieron que el mundo pusiera sus ojos en el continente olvidado.

Conciencia identitaria
El crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal sostiene que el punto de inflexión que hace posible el boom hispanoamericano se sitúa en 1940, y se origina a partir dos causas exógenas: el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el término de la guerra civil española. Al respecto señala: “Si la guerra civil habrá de orientar hacia   México y Argentina algunos de los más notables intelectuales de la península, la Segunda Guerra Mundial habrá de interrumpir la corriente de libros y revistas que servía para alimentar en estas tierras la nostalgia de una civilización más refinada. Tanto el aporte español como la ausencia europea coinciden en estimular aquí la fundación de editoriales y de revistas, de institutos de alta cultura, de bibliotecas y museos. Pero sobre todo, contribuyen a profesionalizar al escritor latinoamericano”. 


A juicio del uruguayo, no se debe pecar de “robinsonismo”, pues es preciso reconocer en los autores del boom la evidente influencia de autores europeos (Joyce, Kafka, Proust, Sartre) y norteamericanos (Faulkner); sin embargo, el mayor mérito que tienen es que hacen suyas estas influencias para después externalizarlas con un sello muy propio, obteniendo un producto nuevo y con una marcada identidad.

Comienza a formarse en las metrópolis del continente un público lector que, de ser inicialmente una élite, pasa con los años a convertirse en una masa crítica. “La novela es un género que necesita la concentración urbana, las grandes minorías de lectores, una buena circulación del libro”, lo que sólo se logra a mediados de siglo XX,  recalca Rodríguez. Tatiana Bensa precisa que más allá de ser un fenómeno de ventas y difusión literaria, el boom hizo un aporte decisivo al repertorio cultural del continente: “La Nueva Novela y su cristalización a escala continental e internacional son indicios de una nueva visión de América, que reivindica la realidad y la historia propias en un esfuerzo de identificación personal y plural, en un esfuerzo de apropiación y totalización de América”.

A juicio de Rodríguez Monegal, al mismo tiempo que se produce este fenómeno, se percibe un crecimiento de la conciencia nacional que estimula a los escritores a una doble indagación: encontrar “el ser de cada país” y “el ser latinoamericano”. “Esta indagación poco a poco emerge del purgatorio de las buenas intenciones internacionales para convertirse en materia viva, polémica, desgarrada”, afirma.

Pero no es sino hasta la década de 1960, una vez que se ha consolidado una segunda generación de lectores, cuando podemos hablar de un boom latinoamericano propiamente tal y con él, de una especie de consagración identitaria de América Latina ante los ojos del mundo y los suyos propios.  

Continente en llamas
Octubre de 1962: la Guerra Fría parece haber llegado a su punto más álgido. Una vez más, los ojos del mundo están puestos en América Latina, y más específicamente en la pequeña isla de  Cuba, por la denominada crisis de los misiles.

Ese mismo año 1962, el cubano Alejo Carpentier publicaba El siglo de las luces; el peruano Mario Vargas Llosa debutaba con la Ciudad y los perros y el argentino Julio Cortázar daba los últimos retoques a su delirante Rayuela. Es en este contexto cuando surge una primera gran pregunta: ¿Es coincidencia que el boom de la Nueva Novela Latinoamericana estallara justo en este período tan convulso? 

Tanto las tensiones políticas como literarias tenían un origen común: en este tiempo el ciudadano alcanza una madurez que da paso a un despertar cultural e intelectual. Una toma de conciencia que por cierto va más allá de las meras élites intelectuales.

Entonces surge una segunda gran interrogante, que a nuestro juicio es clave para entender el sello identitario y rupturista del boom: ¿Cómo hacer ficción cuando la realidad parece superar día a día a la imaginación? Gabriel García Márquez esboza una respuesta: la realidad de América Latina parece “desenfrenadamente imaginaria”. 

Al aprehender las realidades de su propio continente y dominarlas para poder transcribirlas, estos autores logran una nueva identificación de América: aquella que se logra a través de la imaginación. “La reinvención de la historia a través del mito es quizás uno de los aportes más interesantes de la literatura del boom, reivindicando los errores, las contradicciones y las injusticias en una crítica subyacente y a la vez cargada de humor. La novela se propone revisar los orígenes y exorcizar la historia para ver nacer una nueva identidad y limpiar la conciencia”, afirma Bensa.

Lo que pretende la literatura del boom, precisa la académica, es totalizar la realidad y la historia latinoamericana que, a través de la palabra, el lector reconoce como construcciones verdaderas. Concluye:“El enorme éxito latinoamericano de una novela como Cien años de soledad puede explicarse por un reflejo  de reconocimiento del lector, por el gozoso descubrimiento de una identidad”. 
Y es que lo salvaje constituye una imagen omnipresente en la idea del continente, aún cuando podemos conocer esa realidad de manera tan imperfecta como la de un europeo medio. Pero a falta de Macondo de García Márquez o de Comala de Rulfo, un lector urbano sí puede sentirse profundamente representado por la realidad no menos mágica e inasible de la selva de cemento que nos proponen autores como Sábato o Cortázar.

Por su parte, Carlos Fuentes cree que el escritor latinoamericano tiene una gran responsabilidad: “Tenemos todo un pasado del cual hablar. Un pasado que estaba callado, que estaba muerto, y al que hay que revivir a través del lenguaje. Escribir fue básicamente esta necesidad de establecer una identidad, un vínculo con mi país y con un lenguaje que  sentía que debía abofetear y despertar, como si estuviéramos jugando a la Bella Durmiente”. 

El poeta y ensayista Octavio Paz da una respuesta ambigua e inquietante a la gran cuestión de la identidad . En su libro El laberinto de la soledad, postula que ninguna forma histórica particular o tendencia puede expresar cabalmente el ser latinoamericano, y que la “oscilación entre varios proyectos universales, sucesivamente trasplantados o impuestos” son inútiles. “Vivimos, como el resto del planeta, en una coyuntura decisiva y mortal,  huérfanos del pasado y con un futuro que inventar. La Historia Universal es ya una tarea común. Y nuestro laberinto es el de todos los seres humanos”.


Por Francisco Bañados Placencia
Periodista, Magíster en Humanidades. 
Artículo publicado el 23/08/2013 en www.diarioconcepcion.cl.